“Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado el Cristo… La criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”. Mateo 1:16 y 20.
A propósito del Día de la Madre, mi amiga Deris y yo discutíamos sobre María, la madre de Jesús, y todo lo que ella tuvo que pasar a causa de esa maternidad tan sobrenatural. La conversación virtual, como todo en pandemia, se originó a partir de una imagen donde aparece María, tímida y casta, y Jesús, quien la abraza y la besa con ternura. Es esa una imagen muy conmovedora, pues encarna a la perfección la personalidad de la madre y el Hijo.
María siempre está en mis pensamientos, suelo estacionarme en ella cada vez que me la tropiezo en la Biblia. ¡Qué mujer, ésta! La pobre chica se enfrentó a retos inimaginables, que ninguna mujer ha tenido que vivir. Siempre me coloco en su lugar y encuentro, con tristeza, que quizás conmigo los planes de Dios habrían salido un poco torcidos. Es que, creo que me parezco más a Sara, la esposa de Abraham, que a María, esa chica que seguramente nunca entendió del todo la misión que tenía por delante. Porque es que, lo que vivió, no debió haber sido fácil.
Pero es que, a ver, toda la propuesta de Dios era como loca, pues… desafiante para la mente y el raciocinio humano. ¿Cómo puede una virgen llegar a tener un hijo? ¿Cómo se puede pedir a un hombre que calle un embarazo que no lo ha ocasionado él, totalmente sobrenatural y a destiempo? Pero, María y José salieron airosos de esa prueba de fe y obediencia. Es que Dios no se equivoca. Él conoce los corazones y sabe quién tiene madera para seguir Sus propósitos sin chistar y con la actitud correcta.
Cuando uno cría a sus hijos, lo hace a ciegas, sin manual, como a tientas, porque realmente no se sabe a ciencia cierta qué le depara el futuro, ni cuál es el propósito de ese niño o niña. Pero María sabía muy bien Quién era ese niño que habitó su vientre virginal por 9 meses sobrecogedores. ¿Cómo crías y educas a Dios encarnado? De sólo pensarlo siento un miedo paralizante. ¿Cómo lo corriges? ¿Cómo lo proteges del mundo cruel y despiadado al que tenía que enfrentarse en un futuro presagiado por profetas respetados y autoritativos? No, no debió haber sido fácil.
El Hijo de María demostró dotes y un acertado juicio desde muy pequeño, en su Bar Mitzva, a sus 12 años. Encontrar a Jesús en medio de los doctores de la ley, que lo escuchaban asombrados, no debió haber sido fácil. Después de todo, ¿quiénes eran María y José? Ella, una joven en perpetuo asombro, con un corazón tan hondo como el maletín del Gato Félix, que podía alojar todos los pensamientos y la incertidumbre que produce vivir con un Hijo como Jesús. Él, tan sólo un artesano que cultivó la carpintería como medio de vida, y quien muchas veces calló ante tanto hecho sobrenatural.
¿Cómo se habrá sentido María cuando Jesús comenzó Su ministerio con los 12 discípulos? Seguro no durmió tranquila pensando que ya quedaba poco para el sacrificio de su Hijo. ¡Cuánto debió haber disfrutado las bodas de sus amigos en Caná! Ella no tenía a quien más acudir en ese momento de necesidad, cuando sus amigos se enfrentaban a la vergüenza de acabar la celebración antes de tiempo, por falta de vino. Pero, María sabía que Jesús podía remediar el impasse. Él se comportó tan tierno con ella y tan poderoso, en ése primer milagro inusitado. Allí, María nos enseña que hay que hacer todo lo que Jesús manda. ¡Él es el Hijo de Dios y es Dios!
A lo largo de esos tres años de ministerio, María debió haber orado mucho. No debió haber sido fácil escuchar todas las amenazas de muerte que rondaban a Jesús… En una ocasión ella se sintió tan asustada que rogó a Jacobo, a Judas y a los demás que la acompañaran a buscar a Jesús para que desistiera en Su empeño de poner en evidencia a los fariseos y a los maestros de la ley. Jesús no fue muy dulce en aquella ocasión. Sin embargo, estoy segura que María entendió y guardó el incidente en su corazón para cavilar sobre eso después.
No debió haber sido fácil ver a su Hijo agonizar y morir en la cruz, como un criminal cualquiera. Como dije antes, ninguna madre debería pasar por eso. Sí, la acompañaban María de Magdala, Salomé y otras mujeres, fieles seguidoras de Jesús. Bajo la cruz se aferraron unas a las otras, llorando, sufriendo consolándose a ratos. Cuando el Señor murió, a María, Su madre, no le quedó otra cosa que refugiarse en casa de Juan, el discípulo amado, a quien Jesús entregó para que la cuidara como su propia madre.
¡Qué gozo tan indescriptible cuando María Magdalena y otras mujeres encontraron la tumba vacía! ¡No está allí, pues Jesús ha resucitado, tal como prometió! Volver a ver a su Hijo, tocarlo, sentarse a Sus pies para escucharle y servirle, es algo sin precedentes, un privilegio reservado sólo para María. Ya nadie duda de Jesús, Él es Dios encarnado. Ella, Su madre, siempre lo supo, porque ella nunca dudó de Dios. ¡Qué privilegio haber servido al Señor en una labor tan delicada como ser madre de Su Hijo!
Ser madre nunca ha sido fácil. Todas sabemos que es una labor que arranca lo mejor de todas nosotras. Pero, lo que vivió María es único. Nadie más ha concebido por acción del Espíritu Santo de Dios, nadie más ha quedado encinta sin conocer varón. Sólo María tuvo ese privilegio. Sólo ella experimento lo sobrenatural como algo cotidiano, lo extraordinario como si fuera una cosa ordinaria, del día a día.
Por eso es que Mateo rompe el curso de su genealogía. En palabras de Joseph Ratzinger, “María da un nuevo enfoque a la genealogía, ella marca un nuevo comienzo, pues su Hijo no viene de ningún hombre, sino que es una nueva creación, obra absoluta del Espíritu de Dios”.
No, entender esto no debió haber sido fácil.