“Somos lo que hacemos día a día, de modo que la excelencia no es un acto sino un hábito”. Aristóteles
Hace unas noches mi hijo Roger me sorprendió con una petición: “Mamá, quiero comenzar a leer. Por favor, ayúdame preguntándome cada día por mi lectura, y si no soy fiel, regáñame para no abandonarla”. ¡No saben lo feliz que me sentí! Después de tantos años de tratar de inculcarles el hábito de la lectura resulta que ahora mis hijos adultos leen, compran libros, hablan conmigo de ello. En Buenos Aires vi con agrado como Juan Carlos visitaba muchas librerías conmigo, buscando qué leer, y cómo dedicar sus horas de ocio alejado de las ofertas de las compañías de streaming como Netflix.
Pasé 5 meses en el Cono Sur, entre Uruguay y Argentina, y con todo eso de visitar a los hijos y conocer las ciudades donde viven perdí el hábito de escribir en este blog. Al principio escribí sobre Montevideo y Buenos Aires, pero luego la novedad de los paseos y el reencuentro familiar me alejaron de mis reflexiones. Hoy reinicio esta actividad con ahínco, ¡pero no saben cuánto me ha costado poner en palabras estas pocas líneas! ¿Por qué abandonamos aquello que nos hace felices, aunque suponga un esfuerzo, una disciplina que exige lo mejor de nosotros?
¡Es que los hábitos cuestan un montón para formarse y afincarse, pero pueden perderse en un santiamén! Mi madre estuvo unas dos semanas sin lentes y todo ese tiempo valioso no pudo leer su Biblia ni escribir en su diario devocional. Cuando finalmente llegaron los lentes nuevos, ya había perdido el sabor, ya le costaba la lectura, ya la reflexión intimista con Dios no era tal. Dos semanas, sólo dos semanas que hicieron estragos en un simple hábito como es el tener un tiempo para Dios.
En Montevideo y Buenos Aires caminé muchísimo, cada mañana, cada día, armada de mis zapatos deportivos infaltables. Mi reloj estaba fascinado con mi progreso físico, marcaba mis pasos con precisión y yo orgullosa chequeaba la estadística, soñando con una salud que cada día se hace más cuesta arriba mantener. Pero, ¿qué crees? A mi llegada a Venezuela el trajín de regresar, organizar mi casa, reencontrarme con mis seres queridos y amigos ha hecho que me olvidara de mi rutina física. Y el reloj me pregunta a diario qué pasa conmigo, por qué tanto sedentarismo, y se pregunta dónde están los zapatos de caminar. Si supiera que están llenos de polvo y desidia.
Somos animales de costumbres, necesitamos cierto esquema rutinario para funcionar, claro está, evitando caer en el aburrimiento. Pero últimamente nuestra vida parece estar enfocada en lo digital, en el teléfono, en el video o meme, en la película o serie de moda que aseguran es un exitazo imperdible. Y en el camino vamos dejando aquellos hábitos que enriquecen nuestra vida, que nos hacen reflexionar, y que nos hacen ser lo que realmente somos.
En este momento estoy leyendo un libro de Mario Vargas Llosa que se llama La Civilización del Espectáculo. Es una colección de ensayos preclaros y un poco furibundos acerca de cómo se ha perdido la cultura, las artes, la música, la buena lectura, las prácticas religiosas, la buena conversación, y las amistades nutritivas para ir tras una búsqueda incesante de diversión y espectáculo, al mejor estilo romano. Pan y circo, pues. El Nobel de las letras me hizo sentir vergüenza al reconocer, tras su lectura, que soy víctima inexcusable de actividades que no llevan a nada y que reducen la vida a una mera existencia sin sentido. Sí, somos seres de hábitos que cuestan cultivar. El día a día transcurre en un devenir sin propósito. Y la vida se va sin más.
Ahora, la pregunta obligada es, ¿Cómo cultivar y conservar aquellas actividades que nos alejan de nuestra realidad animal y nos acercan más a la vida, a lo humano, al espíritu? ¿Cómo hacemos para no dejarnos llevar por una existencia boba y complaciente?
En una ocasión un muy querido primo, que lamentablemente falleció víctima del Covid-19, me dijo, con mirada circunspecta, que él tenía dos actividades ineludibles en su rutina diaria, leer un buen libro y conversar significativamente con sus hijas. Ese dato nunca se me olvidó y día a día insisto en ponerlo en práctica, como anclas en los cuales pende firmemente mi vida. En la práctica de tales hábitos he vivido momentos dignos de atesorar en mi corazón.
¿Cuáles son mis hábitos irrestrictos y vitales? Siempre procuro cultivar el arte de la buena conversación con quien quiera seguirme el paso. No hay nada mejor que desmenuzar un tema cualquiera, por más banal que este sea, con un amigo y con un buen té de por medio. Siempre escucho música, es una actividad que me llena de gozo y me acompaña. Eso de cantar a todo pulmón una canción favorita es uno de los placeres más maravillosos que tiene la vida. Siempre, siempre mantengo contacto diario con mis hijos. La comunicación es tan constante (y fastidiosa dirían ellos) que ya ni nos saludamos. Es un streaming de conversación y discusión constante. Siempre procuro una buena caminata en las mañanas. Eso me llena de energía y me mantiene sana. Me encanta caminar en mi urbanización y ver la vida de las personas con las que me cruzo. Siempre escucho la radio muy temprano en las mañanas para mantenerme informada y con los pies en la tierra. Román Lozinski me lo dice todo. Siempre, siempre espero a mi esposo al final de la tarde con un sándwich, dispuesta a escuchar los detalles de su día, y muchas veces escuchar sus frustraciones, producto de una vida que transcurre en esta Venezuela.
Pero el hábito más difícil de cultivar es el más vital de todos… Mantener una buena relación con Dios, muy a pesar del día a día, y de las tentaciones diarias que nos acechan, en las que a veces caemos irremediablemente. Ese es una tarea constante y muchas veces pendiente, porque la vida nos arropa con su afán y se nos olvida Dios. Y como mi madre lo experimentó, una vez que cedes y te sueltas, cuesta para sujetarte de nuevo a Aquel que nos lo ha dado todo.
El que mis hijos se empeñen en cultivar el hábito de la lectura es, como lo dijo el mismo Roger, producto de una semillita que se sembró en algún momento y que ahora da sus frutos. Eso me enseña que no hay que desanimarse, que a los buenos hábitos hay que aferrarse como a un salvavidas. Si no la vida se va, y sólo nos queda la banalidad del ser. ¡Nada!