“Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana”. 1 Corintios 15, 16-17
Tengo dos profesores en mi curso de Teología.
Uno es callado, bajo perfil, asertivo. Aún conserva su capacidad de asombro intacto, muy a pesar de sus muchos años de servicio, y esto resulta encantador y totalmente conmovedor para mí. Él te lleva a descubrir cosas, tal como lo haría Sócrates con su mayéutica, y cuando llega el momento del ¡AJÁ! él te acompaña en ese descubrimiento, como si también el asunto fuese inédito y novedoso para él. Su cara no esconde nada, su expresión facial lo delata siempre, traicionando su timidez incipiente. Con él he aprendido a ver a la fe como un recurso inagotable de la razón y la mística, que te lleva a creer a Dios de manera extrema y sin límite alguno.
El otro profesor es abierto, hablador, apasionado, siempre presente y listo para lo que sea que haya que discutir, en donde sea que haya que hacerlo (filosofía, teología, fútbol, relaciones… con él hablas literalmente de lo que sea). Tiene una mirada pícara que saca a relucir cuando el tema lo amerita, cuando tiene que develar cosas nuevas, como queriendo decirlas sin decir mucho, como no queriendo pasar por sabihondo. Su fuerza y pasión nos envuelve, nos motiva a leer y releer incansablemente, y logra una participación plena en clase, una participación que es tan entusiasta que muchas veces raya en el aturdimiento.
Este Diplomado en Teología es así de catalizador, tanto como los temas que nos ocupan las tardes de cada viernes.
Este viernes pasado el tema a discutir era de suma importancia y vigencia: La resurrección de Jesús. Para ello leímos unas 7 u 8 tesis, desarrolladas por Karl Rahner en su libro CRISTOLOGÍA, ESTUDIO TEOLÓGICO Y EXEGÉTICO, donde desgrana el asunto de manera gradual, desde cada ángulo. Cada arista se ocupaba de un actor en el evento soteriológico: Vimos el punto de vista de Cristo, el de los apóstoles, y hasta el punto de vista de los beneficiarios, o sea, nosotros mismos. Revisamos también la intervención del Espíritu Santo y el papel que juega la fe para creer en un evento del que no somos testigos de primera mano.
Increíblemente, en ningún momento se habló de la resurrección de Jesús como un evento sobrenatural. Ni el pícaro profesor, ni la lectura densa de Rahner usaron ese adjetivo para describir tal fenómeno. Sencillamente se tocó el tema como la misión ineludible de un Dios que se hizo hombre para morir y resucitar, para salvar y dar vida. Tampoco se puso en duda la veracidad del hecho, ya todos aprendimos a discutir sin descalificar ningún tema cristológico. El profesor tímido ha hecho bien su trabajo al inculcarnos el valor crucial de la fe en todo el quehacer teológico.
Es que me pregunto, ¿por qué dudar de un tema que entraña tanta esperanza? ¿Cómo dudar de una resurrección que nos atañe a todos por igual? Independientemente de la época que nos haya tocado vivir, sea que hayamos sido los asustados discípulos que enfrentaron el hecho, los apóstoles fortalecidos en la fe que propagaron el inusual mensaje, o incluso seamos los alumnos de teología que paulatinamente van entendiendo un poco de todo y un tanto de nada, todos, todos tenemos parte en la resurrección de Jesús. ¡Todos somos beneficiarios de la gracia de la vida!
Y es que es precisamente la esperanza la que nos sostiene. En un mundo donde la superficialidad impera, donde la idiotez es considerada un activo y donde la vida se pierde en la inconsecuencia, la esperanza de la vida más allá de la vida es algo completamente inusitado y refrescante. Esa esperanza debería propagarse, hacerse viral en las redes, gritarse a los cuatro vientos, para que signe contagiosamente cada resquicio de nuestra vida terrenal.
Personalmente creo que esa esperanza es vital porque ella no deja espacio a la incertidumbre. ¿A quién le quedan ganas o energías de dudar de la resurrección ante tal regalo de vida, hermosamente envuelto en la más anhelada esperanza? ¡No, no hay espacio para la duda!
Cada semana mi profesor me regala un tiempo valiosísimo para discutir mis inquietudes, aquellas que me atacan durante la semana como consecuencia de las lecturas que él nos asigna. En uno de esos tantos mensajes de voz, que invaden su tiempo y espacio, le decía que yo creía firmemente y sin resquicio de dudas, que Jesús estaba vivo, que Su resurrección era un hecho cierto, y que nunca me había planteado lo contrario. La cosa está en que no sé cómo explicar tal certeza tan férrea en mí.
¿Cómo sé que Jesús está vivo? ¿Cómo explicar que tengo una relación con Él, que lo siento cercano, dentro de mí? ¿Con qué palabras puedo describir la manera como Él ha cambiado mi vida y le ha dado un significado pleno? ¿Cómo expresar las muchas maneras en las que ha bendecido a mi familia, transformando nuestras relaciones para bien?
Estas preguntas no son un recurso retórico, diseñadas para arrancar emociones en mis compañeros, profesores y lectores de mi blog. Son preguntas genuinas que no encuentran palabras adecuadas, que no logran articular la experiencia de un Dios vivo, que está presente en mi vida, tanto como lo están todos en mi entorno familiar y social.
¿Qué significa la resurrección de Jesús para la humanidad, para nosotros? Primero que nada, nos da el privilegio de tener a un Dios vivo y verdadero. ¿No es eso lo que declara Dios de sí mismo en Deuteronomio? ¡Jesús está vivo! Y porque él está vivo nosotros podemos vivir plenamente también. Es que, si a Nietzsche no le apetecía creer en un Dios que no bailara (pues porque no tiene cuerpo, es sólo espíritu), ¿por qué tendríamos nosotros que depositar nuestra confianza en un Dios que está muerto, que no existe?
Por otro lado, la resurrección de Jesús supone un triunfo y una victoria sobre la muerte. Es allí donde la filosofía reconoce el lugar privilegiado que tiene la religión en el corazón del ser humano. La segunda se erige sobre la primera porque sólo la religión ofrece una respuesta ante la muerte. No sólo la interpela, ¡sino que la vence! Como siempre, la filosofía abre la discusión, increpa lo relevante, pero son otras disciplinas las que salvan el percance. El cristianismo soluciona el problema de la muerte, mediante la vida que ofrece un Jesús, un Señor, que está vivo.
A simple vista, el evento de la muerte de Jesús está revestido de fracaso, de desesperanza. Y no era para menos, se fue el maestro, el Raboní. Con Él se fueron todas las esperanzas que los discípulos habían depositado en su persona: Libertad del yugo romano, constitución de un reino divino fundado en la verdadera equidad, fundación de una iglesia que reuniera a todos Sus fieles bajo Su seno. El maestro murió y todo se fue al traste.
Pero tres días después, ése maestro triunfó sobre la muerte y apareció a más de 500 personas, que en su momento pudieron atestiguar del hecho sobrenatural (sí, sobrenatural) de Su resurrección. Entonces, ya no era todo un fracaso. Todo recobró vida, y la esperanza retomó su cauce (aunque muchas de las pretensiones humanas de sus seguidores no se concretaran). Y la palabra clave es más clave que nunca: Tenemos esperanza en nuestra propia resurrección porque Jesús resucitó.
1 de Corintios 15 dice que, si Cristo no resucitó, nuestra fe es vana. Las Sagradas Escrituras tienen una manera tan difícil de expresar las cosas… ¿Cómo es que nuestra fe es vana? Quiere decir que esa fe, sustentada por un Cristo muerto, realmente no sirve de nada. Si esa fe no sirve de nada, pues la vida sin Él tampoco sirve de nada. Pero, la buena noticia es que Él, Jesús, está vivo.
Es que, el asunto con la resurrección está en la vigencia de Jesús. Él es una persona vigente. Y, a través de esa vigencia, se da una cercanía a Dios nunca posible antes de esa resurrección. De esta manera, Jesús no sólo es el artífice de la salvación, sino también el mediador soteriológico entre Dios y el hombre. Allí es donde la fe se realza y adquiere su relevancia. Mediante la vida de Jesús tenemos un mensaje vivo, que no se pierde con la muerte sacrificial de un mero profeta, porque por esta vez y de manera definitiva, el profeta, el último profeta, no muere.
Mientras escribo estas palabras, me imagino a mis profesores calibrando el hecho de la resurrección y su impacto en la vida de aquellos que la hemos arropado con fe. Y entonces, se ríen complacidos. Uno de ellos diría, con asombro, que ese impacto hay que enfrentarlo a la fe, con la confianza de que no entendemos mucho pero que, aun así, confiamos en ese Dios de imposibles. El otro me animaría a leer más, a buscar los fundamentos de la razón para acceder a la fe desde un terreno seguro. Ambos parecen ir por caminos distintos a un mismo destino vital.
Porque es que la cosa no es estudiar filosofía y teología para acumular conocimiento inútil. Estas cosas se estudian porque, al incorporárselas a la propia vida, ésta se transforma. Ése es el poder del Hijo del hombre, que murió para salvarnos y que vive para darnos vida.
Hace unos días nos reunimos unas compañeras por Google Meet para comentar la lectura asignada sobre la resurrección. El texto comienza cauto, pero termina en un resumen triunfante, lleno de fe. Yo me emocioné e hice mi propia profesión de fe ante mis amigas… Ciertamente, ¡ha resucitado! Eso lo creo firmemente y lo anuncio con convicción.
5 respuestas a «¡Él Vive!»
Que deleite es leer tus artículos! Gracias
Jesus esta vigente, aleluya, el vive. Gracias por compartir.
WUAO!!! QUE HERMOSO ESCRITO HELENA, DIOS TE BENDIGA MUCHO.
Excelente Hna. Francis
¿Cómo no aferrarnos a la resurrección?
¿Cómo negarnos esa gracia de Vida eterna?
Gracias por compartir
Muy hermoso hna Francis, cada dia Dios nos demuestra que El esta vivo. Me hace recordar estas palabras:
¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? No está aquí; ¡Ha resucitado!” Lucas 24: 5-6 Nos regocijamos en la victoria eterna de la vida sobre la muerte, de la esperanza sobre el miedo y del amor sobre el odio, gracias a nuestro Señor Jesucristo, quien vive entre nosotros.