Tengo una amiga con una niña en edad preescolar. Muy temprano una mañana de esta semana, colocó una foto en el estado de WhatsApp, con su hija vestida en uniforme de escuela. Yo, entrometida como siempre, le pregunté: “¿Dana comenzó clases presenciales?” Y ella me contestó: “Comenzó clases, pero desde casa. La maestra recomendó a todos los padres que siguiéramos una rutina escolar normal en casa, con uniforme, clases, todo”. Al final del día, la pobre madre colocó un anuncio para marcar el final del día, con una serie de emoticones con diferentes reacciones. Mi amiga claramente estaba agotada.
Comienza un nuevo año escolar, y ahora que se enfrentan otra vez a la perspectiva de tomar clases desde casa, me encuentro imaginándome con mis niños pequeños, en el mismo panorama que mi amiga. El desamparo y el desespero que siento me ahoga… y ojo, ¡no es el COVID-19 precisamente lo que me deja corta de aliento! Pobres madres y niñeras… ¡Esto de las clases en casa es un suplicio total! Curiosamente, me imagino otro escenario, yo misma de unos 8 años, disfrutando al máximo la posibilidad de estudiar desde casa… Eso habría sido fantástico para mí, pues siempre odié el colegio con toda mi alma.
Mi primera escuelita fue un kínder pequeño, que quedaba muy cerca del negocio de mis padres, en la Urb. La Florida, en Caracas. Tengo un muy vago recuerdo de un delantal a cuadros, blanco y rojo encendido. Quien me buscaba, al final de la mañana, era un empleado de papá llamado Luis, a quien yo encontraba adorable, a mis 5 años (creo que él tendría unos 20 años para ese entonces). Yo, ¡tan precoz!
Luego, me inscribieron en la Escuela Experimental Venezuela, donde mis padres se conocieron y se enamoraron, y donde mi tía Dilia impartía clases en 6to grado. Allí aprendí a leer… Recuerdo que me mimaban mucho porque todas las maestras conocían a mi familia. La primera vez que me enfrenté a un examen fue allí, en un salón de planta baja, hacia el final de un largo pasillo. Me costó recortar una serpiente zigzagueante con una tijera roma, pero escuché que la maestra le dijo a mi tía que mi lectura había sido casi perfecta. En esa escuela cursé el 1er grado. Luego regresé para terminar un accidentado 3er grado, y la experiencia no fue nada agradable. Me dio lechina, y la dulce maestra tuvo la genial idea de aislarme y rechazarme delante de todos, porque ella estaba embarazada. Esa maestra nunca la he olvidado. Los niños tienen una fabulosa memoria selectiva.
Para cursar el 2do grado, mamá me inscribió en un colegio norteamericano, el Colegio Internacional de Caracas, en las Minas de Baruta, lejísimo de casa. Pasaba como 2 horas de ida y de vuelta en un autobús amarillo Blue Bird, típico de los ´70. Allí fue la primera vez que me enfrentaba al inglés, ¡y me encantó! Mi maestra se llamaba Rosa Castell, una cubana de unos 30 años. Era muy dulce conmigo, y me gustaban mucho sus meriendas, siempre eran unas ricas galletas Reinitas, con mermelada roja en el centro, y un cuartico de leche Carabobo. Ese colegio marcó mi vocación, el inglés nunca ha dejado de ser parte de mi vida. Allí estudié hasta la mitad de mi 3er grado, porque mi hermano tuvo un choque cultural con el español y el inglés, y recomendaron ponerlo en un colegio venezolano. ¡Aún no perdono la sensibilidad cultural de mi hermano!
Mamá estaba empeñada en hacer de sus hijos personas bilingües… En realidad, creo que el inglés es una de sus más grandes frustraciones… Nos inscribió en un colegio pequeño, de régimen bilingüe, llamado St. George, ubicado en Chacao. Era de dos señoras muy mayores, una inglesa, llamada Mrs. Stevens, y una francesa, llamada Mme. Tossin. Esas maestras son memorables para mí.
Stevens era la maestra de inglés para todos los grados. Era tan vieja que las carnes le colgaban del brazo al escribir en el pizarrón, ¡y eso volvía locos a todos sus alumnos! Era tan estricta… pero muy cariñosa. Pasaba horas repasando los verbos todos los días. Eso me distraía muchísimo, y por eso ella decidió ponerme un sobrenombre… THE WOMAN IN THE MOON… Me quedé en la luna, y con ese mote para siempre.
Por su parte, Mme. Tossin era muy seria y circunspecta, e impartía sus aburridísimas clases de francés después del almuerzo. Ella le tenía terror a los bichos, así que cuando no queríamos ver clases, lo único que teníamos que hacer era colocar una mariquita, una araña, o una chiripa muerta en su escritorio. Ella gritaba como loca, y nosotros reíamos sin parar. Aún conservo el libro de francés… En ese colegio estudié 4to, 5to y 6to grado.
El bachillerato lo hice en Valencia, en una suerte de colegios malos, de poca monta, que pasaron por mi vida sin pena ni gloria. Siempre fui muy mala alumna, y una chica sumamente impopular, nadie me aceptaba. Eso fue así hasta que comencé mi diversificado en Humanidades… Allí florecí como alumna, y como persona. Comencé a relacionarme mejor. Estudié latín, francés, y castellano y literatura… me enamoré de los idiomas y las letras para siempre.
En el Colegio El Pilar conocí al Prof. Eduardo Arroyo, quien era el Presidente de la Asociación de Escritores del Estado Carabobo, ensayista de renombre, y mi profesor de Castellano y Literatura en 3ero, 4to y 5to año. Ese señor era célebre, y moldeó mi gustó por la literatura. Siempre fue cercano, amable, mentor de buen ojo. Me guio y me enseñó con gusto. Cuando me rasparon 2 materias en 3er año, me defendió en el consejo de profesores y me aupó para estudiar y pasar esa matemática y esa química, tan odiosas las dos.
En las diferentes épocas que recorren las páginas de la Biblia, las niñas no tenían tanta suerte como yo. Las mujeres bíblicas sencillamente no podían ir a la escuela. Sin embargo, sí recibían educación en cuanto a la gerencia del hogar y de los hijos. Y, además, eran las encargadas de la enseñanza de sus hijos varones hasta que éstos eran destetados, y tomados por sus padres para una educación en el oficio paterno. Las personas pudientes contrataban ayos o esclavos para tutorear a sus hijos. Sin embargo, eran muy pocos los que sabían leer y escribir. Para eso se tenían escribas.
Pero, Jesús sabía leer, a pesar de que sus padres eran muy pobres. A los 12 años se sentó con los doctores de la ley, y discutió con ellos, asombrando a todos. Ya de adulto, el Señor leyó las Escrituras en el templo, donde casualmente se hablaba de él. Jesús aprendió el oficio de artesano y carpintero de su padre terrenal, José. Así fue reconocido por las calles de Nazaret, cuando fue a predicar, sin éxito alguno.
Proverbios 22:6 habla de la educación como una vocación de vida. “Instruir al niño en su camino”, implicaba guiarlo hacia su propósito de vida en particular, llevarlo a cumplir con su llamado. La responsabilidad de los padres está en facilitar todo lo necesario para que sus hijos desarrollen sus potencialidades. Hoy en día, la escuela es parte integral, aunque no primario, de ese desarrollo.
Han pasado unos cuantos años de todo lo que he relatado, pero cada una de esas vivencias, buenas y malas, han sido artífices de quien soy hoy en día. Creo en la educación… Es una lástima que hoy en día sea tan irregular. ¡Ya vendrán tiempos mejores!
(Aún me distraigo y me aburro a mares en algunas clases online… Creo que todavía soy esa mujer en la luna).
3 respuestas a «The Woman in the Moon»
Ja ja Helena yo también era una niña y una mujer en la luna y me fastidiaba ir a clases . Bello tu relato de tu niñez y experiencia de vida escolar y ver como el Señor tenía un plan para ti y como te usa en la enseñanza. Gracias a Dios por tu vida Dios te siga dando Muchas bendiciones y sigas creciendo en el conocimiento de su palabra. Abazos
Mi retórica. Que linda esa historia. Es admirable la capacidad que tienes para escribir y recordar todo con detalles. Dios te bendiga Poderosamente y sigas con tus historias que me entretienen y me dejan pensar. Jejeje. Te quiero mucho mi Francys.
Me haces evocar recuerdos de tiempos mas gratos, me haces reflexionar, cada semana espero ansiosa tus relatos…no pares ….enriqueces mi vida!